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El Cristo de los viernes
Caída ya la tarde de un primer viernes de marzo, la duda aislaba mis intenciones y me hacía retroceder ante lo inevitable, que tarde o temprano, sin remisión me haría encontrarme con aquello de lo que huía desde hacía algún tiempo. Sin saber cuáles eran los motivos de aquella huida hacia delante.
Sonó el reloj del descanso, la hora exacta, la hora que tú me marcaste para ir a verte, para ver tu figura cercana, inevitable, directa, sobrecogedora, como una pradera sin espacio para pensar, como una garita en mitad de la noche, como un faro en mitad del mar, como la cúpula de «Palacio». Como un atardecer entre la torre mayor y el horizonte interminable de la ausencia. Como un destello en mitad de un túnel oscuro, como el amor envuelto en un álbum de recuerdos, como el silencio en mitad de una tormenta.
Solo entre tanta gente
Allí estabas Tú, solo, rodeado de gente, pero solo, abrazado a tu cruz. En esa mirada inquebrantable estaban los enfermos, los que necesitan el pan de cada día, los vagabundos, los que buscan una salida y solo ven puertas cerradas y ventanas selladas. Los que son abandonados por sus hijos, los que beben la hiel y la falta de amor, los desvalidos, los disminuidos, los que no encuentran un abrazo porque está escondido en el olvido de alguien.
Al tocar tu pie sagrado, escuche un chasquido en mi interior. Un viento frío, un escalofrío que recorrió cada célula de mi cuerpo, cada miembro, cada certeza y cada desvarío, cada beso y cada nostalgia, cada mirada perdida y cada pensamiento ínclito de tus dones y milagros, cada lágrima acompasada como las olas del mar en un océano de soledades.
No me ha hecho falta un día, ni un mes, ni un año, solo me ha hecho falta un segundo. Entre tanta gente, solos tú y yo, en silencio, en una atmósfera diferente. Querías abrazarme y yo caía rendido, querías llegar a lo más profundo de mi ser y yo escapaba en mitad de la noche más oscura. Querías quererme y querías encontrarme y yo viajaba sin ningún destino certero.
Había tanta gente que no había nadie, solos en la penumbra de tu convento nos miramos, nos hablábamos, yo guardaba silencio. Tú metías el dedo en la llaga. Yo perdido, tú buscándome, yo en la soledad de mi yo verdadero y tú queriendo darme tu mano. Yo buscando consuelo y tú, dejando que me perdiera en un mar de dudas para buscarte como un faro en mitad de la tempestad del alma.
Te vi abrazado a la cruz
Te vi abrazado a tu cruz y después te vi cargando con ella, me llenaste los ojos de lágrimas y yo acerqué mi boca a tus pies. La eclosión de emociones se convirtió en un beso que aún busca su destino, en un beso que rasga las telarañas del corazón, en un beso que escribe su propia historia en una fría noche de marzo. Te vi y quise huir de ti, te vi y no me dejaste abandonado. Te vi y me dijiste aquí estoy, te quise querer por quererte menos de lo que debiera, te querré en el querer de un amor encontrado, te querré en esta vida y en la otra y en todas aquellas que nos tengas reservadas.
Tú eras uno solo en dos puntos diferentes, en una abrazabas la cruz y en otro cargabas con ella, en uno Tres Gracias, en otro Perdón. En uno custodio del Rosario, en el otro guardián del Convento. En uno bálsamo, en otro anticipo de la resurrección. En uno devoraste mi corazón, en otro me lo devolviste limpio.
El Cristo de los viernes, el Cristo de la tradición, el Cristo roto de los rotos del mundo, el Cristo agustino, el Cristo del encuentro. Fue viernes y yo solo, sin más ánimo que la lucha interior, fui a verte. Tú con tu cruz y yo con la mía que es tuya también. Cristo de los viernes de Cabra, de los viernes que son uno y nada más.